El señor Obispo Don Francisco Plancarte y Navarrete, recién nombrado Obispo de Cuernavaca, llega a Tenancingo en busca de vocaciones y lo lleva a su Seminario. Poco después lo hace su familiar y cuando ese Prelado es trasladado a Monterrey lo trae consigo. El siempre acompaña al señor Plancarte con un amor y veneración entrañables.
Confiaba siempre en la Providencia; era el secreto de su audacia. Otro secreto de su vida incansable era su amor a Dios; un amor tierno, ardiente, apasionado. Los que lo conocieron recuerdan cómo su voz, sin necesidad de micrófono, sacudía las paredes de la Catedral. Vibraba su voz, su alma, su cuerpo; era el fuego, el volcán que ardía en su corazón.
Como prolongación de ese amor a Dios había en su fisonomía espiritual ese otro amor esencial: su amor a las almas, a los niños, a sus papeleritos y boleritos, a sus muchachos Congregantes; en fin, a todas aquellas personas necesitadas, especialmente a las viudas pobres.
El padre Jardón era sacerdote hasta la médula de los huesos. Fué un hombre de intensa oración, de recia fe; un hombre en constante lucha contra el pecado; hombre pastoral apasionado por la predicación, el confesionario, la catequesis y la visita a los enfermos. Un hombre sin ambiciones que quiso ser sacerdote para salvar almas, hombre evangélico que se inclinó por los pobres. Todos los días practicó la caridad derramando bienes sobre todos los necesitados. Ejemplo de su generosidad y amor al prójimo son todos y cada uno de los actos de su vida. Para él, lo más natural era desprenderse de lo que tenía para aliviar necesidades ajenas. Cuanto caía en sus manos lo daba más adelante.
Cordial guadalupano avivó el amor de sus feligreses hacia la Patrona de México. La llamaba "mi morenita" y muchas veces en sus sermones, al referirse a Ella, la emoción le entrecortaba la voz. Inciador de las peregrinaciones al Santuario de Guadalupe llevó solemnemente en el año 1922, la imagen que se venera todavía en el altar mayor de la nueva Basílica.